Todas las mañanas, el pequeño Rufo al pasar por delante de la casa miraba hacía aquella ventana.
Desde
lo lejos se podía ver su sombra moviéndose de un lado a otro dentro de
ese pequeño habitáculo; se asomaba al caer la tarde intentando
esconderse tras los gruesos barrotes que enmarcaban su ventana; sucia,
despeinada como si hubiese estado librando una fuerte batalla, se podían
escuchar a los lejos sus gimoteos, ver la palidez de su rostro y de su
sonrisa terciada.
Nadie sabe cómo empezó ni que sucedió,
simplemente una mañana la vieron en la orilla de la playa levantando sus
sucios sayos y enseñando su vientre plano, chasqueando su lengua,
chirriando sus dientes, gesticulando su cuerpo como si quisiese
controlar el mundo, inmovilizar su propia sombra ó dirigir la
dirección del viento.
¿Fue alguna vez feliz? -Se preguntaban los vecinos.
- ¡Sí, sí que lo fue y aún lo sigue siendo!.
-Grito un niño con fuerza exprimiendo su
aliento. –Ella es mi amiga y todos los días a mi perro Rufo y a mí nos
cuenta cuentos. A Rufo le dice que cuide de mí, a mí que cuide de mis
abuelos, que ame lo bello que hay en el mundo y que algún día la
comprenderemos.
La gente que la conocía no entendía que
las personas cambian con el paso del tiempo, que la belleza se lleva en
el alma y en la mente y no en el cuerpo y que detrás de aquella ventana
donde había locura una vez hubo vida y sentimiento.
Una mañana Rufo, como todos los días al pasar por su ventana aulló olfateando el mal presagio de un definitivo adiós.
Aquella pobre loca ya vencida por el tiempo finalmente les dejo.
Fueron el niño y el perro sus dos
verdaderos amigos que comprendieron que la vida es eso, sólo tiempo y
que la belleza se lleva en el interior.
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