lunes, 26 de junio de 2017

EL CHIVATO. UN GRITO EN LA NOCHE (del libro Flores entre escombros)



Luisa y Diógenes siempre estaban acompañados de
familiares o amigos que pasaban unos días en su casa
y reanudaban su camino con sus hatillos y maletas
de cartón marrón no sabíamos muy bien a dónde.
Estas visitas nos transmitían esperanza cuando
oíamos que teníamos que resistir. Contaban, por
ejemplo, que en el periódico de La Vanguardia de
Barcelona comunicaban que se esperaban dos bar-
cos procedentes de América con doce mil toneladas
de garbanzos.
«¡A cuánta gente conoce Diógenes!», pensaba.
«¡Y cuántas cosas sabe!».
Diógenes era un hombre alto, delgado, y algo car-
gado de hombros. Su color cetrino amarilleaba su piel,
sus ojos grandes y profundos parecían mirar siempre
al horizonte, sus pómulos acentuados y mirada tem-
plada le daban un cierto aire de señorío.
El hombre estudioso, como le llamábamos, nos ha-
blaba pausadamente, sin alterar el tono y con muchos
conocimientos sobre los más variados temas. Utilizaba
un vocabulario rico y preciso, asequible a nuestro en-
tendimiento, y sin el más mínimo asomo de orgullo-
sa pedantería. Había adquirido la sabiduría de la uni-
versidad libre de la calle y de la vida. A él le gustaba
hablar, y a nosotros escucharle embobados.
—¿Te parece bien si damos un paseo por el parque?
—le pregunté a mi madre en un receso de su historia.
—Sí, la tarde esta fría, pero nos vendrá muy bien
—me contestó.
Cogimos nuestras chaquetas y nos pusimos a ca-
minar. Era una tarde fresca de primavera. El viento
había limpiado el frío del invierno, y las semillas rom-
pían su envoltorio para crecer hacia la luz. Las flores
evocaban un renacer de colores.
—¡Qué bonita está la tarde! Qué pena que no ha-
yan podido disfrutar de tanta belleza mis queridos ami-
gos Diógenes y Luisa.
—¿Qué les pasó, mama? —le pregunté.
—Lo que a muchos españoles. La envidia y ren-
cores de algunos hicieron de la vida de otros una ver-
dadera desgracia.
»Se instaló en el país un absoluto control social, con un
sistema de «abajo-arriba» que impedía la menor disen-
sión. Todo el mundo estaba vigilado, y cualquiera que
hubiera colaborado con los vencidos podía ser dete-
nido, acusado de rebelión militar, y ejecutado.
Eran las tres de la madrugada de un mes de mayo
de 1941 cuando oímos gritar a Luisa la Paragüera:
—¡No...! ¡No, no...! Por favor...
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. ¿Qué po-
día pasar? ¿Por qué esos gritos de angustia?
Salimos todos de las casas al patio y vimos cómo
a Diógenes, aún aturdido por el sueño, se lo llevaban a
empujones hacia un camión que estaba parado justo
enfrente de las casas, con el motor en marcha, espe-
rando en el cerro árido de tierra.
La mujer de Diógenes, Luisa la Paragüera, seguía
gritando y gritando, preguntando por qué se llevaban
a su marido.
—¿A dónde se lo llevan? ¿A dónde se lo llevan?
Pero ninguno de los guardias le contestaba.
Dejó a su hijo pequeño que llevaba en los brazos
a una vecina, y siguió corriendo detrás de su marido.
En aquel momento recordé aquellas historias su-
surradas que se contaban en la vecindad. La historia
del marido de Crispina se repetía en la vida de Dió-
genes. Inesperadamente, y en un arrebato de desespe-
ración, la mujer de Diógenes, la que ayudó a mi ma-
dre a que yo viniese al mundo, dijo gritando:
—¡A donde vaya mi marido voy yo!
—¡Pues al camión, mujer! —gritó uno de los
guardias.
Fueron las únicas palabras que se desprendieron
de aquellos guardias, cuya mirada impasible te hacía
estremecer.
Y así, a empujones, los subieron a los dos al ca-
mión, desapareciendo a partir de ese momento de nues-
tras vidas, y dejándonos únicamente su recuerdo.
Aquellas últimas palabras condicionaron el resto
de sus vidas y las de sus hijos. No debería haberlas di-
cho; pero las pronunció en la desesperación, y supuso
el fin de una familia.
Comenzamos a vivir otra guerra: la del silencio
por temor a las represalias. España se convirtió en un
verdadero Estado policial. Cualquier persona podía
interponer una denuncia contra otra, acusándola sin
ningún fundamento de delito; las envidias hicieron es-
tragos, y muchos aprovecharon la ocasión para zanjar
antiguas rivalidades y odios personales en un clima de
total arbitrariedad. La vida pendía de un hilo ante la...

FUSSION EDITORIAL


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