Quizás la historia que voy a contar sea para muchos un reflejo de lo que vivieron y que el paso del tiempo ha ido borrando de sus memorias, permaneciendo en el recuerdo de sus almas. Para mí ha tenido el significado del valor y la supervivencia, del amor a la vida y a la esperanza.
La flor que entre las cenizas y escombros resurge en busca del sol y alguna gota de agua, aferrando sus raíces a la tierra, resistiendo a las tormentas y los vientos con la fuerza de un gigante; ésa fue mi madre.
Nacida en una familia humilde, fue obligada a vivir una guerra en la que entre hermanos se mataban. En aquella guerra, como en todas las que ha habido, no hubo vencedores ni vencidos, todos fueron perdedores.
A pesar de los años ya transcurridos, cada día vivido en aquella guerra y posguerra se quedó grabado en su alma a fuego, y aún hoy se le humedecen los ojos recordando las penurias de aquellos días.
Los grandes esfuerzos para conseguir algo de comida, los grandes deseos por las cosas más sencillas hicieron de esa pequeña niña una gran luchadora.
Recuerdo esas tardes plácidas, llenas de confort y sosiego que me acompañaban con un caliente café mientras era acariciada por una brisa de aire fresco cuya entrada era permitida por la gran ventana que entre abierta dejaba a su vez pasar unos débiles rayos de
sol. El ambiente de color dorado me embriagaba con sus suaves olores, se respiraba paz y armonía, me transmitía fuerza y coraje, y el sonido de su bella historia llena de pasión me estremecía.
—Era el año 1929 en España —me contaba—, y la ausencia de cohesión ideológica implicaría a la larga un conflicto entre el pueblo.
La persistencia del caciquismo y la creciente falta de representatividad de los partidos de turno trajeron como consecuencia una crítica de los intelectuales hacia el Estado. Otro factor que induciría a ese fatal desenlace sería el militarismo, interviniendo algunas partes del ejército en la vida política por vías no constitucionales.
Mientras intentaba trasladar mi mente a aquel entorno de revueltas, ella continuaba con su relato sentada en una silla de madera junto a la mesa camilla del pequeño cuarto de estar.
—Transcurrían los años treinta. Yo, hija de padres humildes, nací en un periodo de transición en España. Nada les hacía prever a mis padres que se verían abocados a una guerra civil y una terrible posguerra que daría fin a sus pobres ilusiones. El movimiento
obrero crecía vertiginosamente mientras los partidos republicanos veían cómo sus filas iban engrosándose. Todos ellos pactaron en agosto de 1930 en San Sebastián y crearon un comité para conseguir la República.
Mientras España se debatía entre el poder y la gloria, mis padres, Antonia y Catalino, contaban ya con siete hijos; sus grandes preocupaciones eran el día a día, conseguir un trozo de pan que llevarse a la boca sin entender nada de lo que ocurría a su alrededor.
El 10 de mayo de 1931, con la disculpa de una manifestación contra ABC en la
que participan elementos izquierdistas, se produce el asalto e incendio de iglesias y conventos en Madrid y en varias ciudades de Andalucía.
La República tenía ante sí grandes problemas: arcaísmo agrario, enormes desigualdades de propiedad, atraso tecnológico, un ejército sobrecargado de mandos y un gran atraso educativo: el 33% de la población era analfabeta.
Hizo de nuevo una pequeña pausa y deslizó su mirada a través de la ventana clavándola en el horizonte; los recuerdos la invadían y así prosiguió su historia.
—En las afueras de Madrid, lejos del núcleo principal de los grandes políticos, se levantaba en unos cerros de tierra seca y árida un corredor de casas bajas, un barrio de extramuros, desgalichado y pobre: el barrio de las Cavilas del Puente de Vallecas. Un pequeño núcleo de casas donde el hambre y la convivencia iban unidas. Ocho puertas, unas enfrente de las otras, diferenciadas por un largo corredor en forma de patio y cuyo ancho de separación no era de más de tres metros. Esa distancia era toda la intimidad de
la que se podía disponer; casas habitadas por un gran número de familias recluidas en una superficie que no superaba los doce metros cuadrados y cuyo uso era de comedor, sala de estar y dormitorio; la intimidad era prácticamente inexistente. Las pequeñas discusiones
cotidianas hacían de aquel corredor un pequeño circo, todo era de todos y todos formábamos una gran familia.
Las puertas de madera carcomidas por el sol y la humedad dejaban paso a dos habitaciones pequeñas, frías, bañadas por un ligero olor a humedad y separadas por largas telas plegadas. En una había un habitáculo llamado cocina que como extra tenía un fogón de
carbón, una negra chimenea sobre suelo terrino y varios pequeños candiles colgados en las grises paredes, de cuyas cuerdas prendidas temblaba una llama débil que amarilleaba el ambiente...
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