CONTINUACIÓN DEL FRAGMENTO XIV
EL PRIMER ENCUENTRO CON LOS TEMURANOS
EL PRIMER ENCUENTRO CON LOS TEMURANOS
... me sentía
altamente complacida de hablarles de nosotros y
de
nuestra ciudad, percibiendo tímidamente el acercamiento de
Urus.
Cada vez que yo hablaba, Urus me escuchaba muy atentamente,
sin
parpadear, registrando cada una de mis palabras,
observando
mis gestos, mis movimientos, y eso hacía que me
sintiese
bien, muy bien; había momentos en los que me parecía
estar
solos él y yo, envueltos por una orbe de enigmática luz, olvidándome
y
obviando al resto de los que nos acompañaban.
Mientras
acompañaba a Urus, Gara y Jonay permanecían
con
los más ancianos de la ciudad, quienes les explicaban el
significado
de cada uno de los siete anillos, de la fuerza que
ejercían
las piedras que cubrían los caminos sobre los que allí
habitábamos,
de los efectos de otros astros sobre el estado anímico,
y
la variación de la vitalidad, de la capacidad intelectual
y
de la sensibilidad que se podía sufrir si no se estaba suficientemente
preparado.
Les
hablaron de la influencia que causaba sobre el pensamiento
el
sonido que producían las drusas
al ser golpeadas
por
el agua de los ríos que circunvalaban los siete anillos, de
los
destellos de las piedras cristalinas al absorber la luz del sol
restableciendo
los propios recursos de sanación del ser humano,
tanto
a nivel físico como mental, emocional y espiritual, y
de
la práctica del control de los pensamientos y la preparación
para
recibir la sincronización de nuestro ADN con las Energías
del
Centro de la Creación.
La
Tierra nos había dado unos años de tregua y los Temuranos
ya
habían olvidado cómo los Toekom habíamos conseguido
crear
de la nada una nueva civilización.
Tan
solo una exigua minoría de individuos habíamos alcanzado
un
alto nivel, habíamos utilizado el conocimiento del
pasado
como un acervo de experiencias obteniendo como resultado
un
claro e inmutable conocimiento superior.
Fuimos
muchos los que iniciamos un nuevo sistema de
vida
creando pequeñas ciudades en zonas inhóspitas de distintos
países
con una misma filosofía: amar la naturaleza como
una
prolongación de nuestro cuerpo.
La
Madre Naturaleza nos dio a los Toekom una oportunidad
para
vivir en increíbles lugares donde se había mantenido
(el
aire puro. Eran como pequeños agujeros que el espacio cedió
a
la Tierra y donde se nos permitió crear verdaderos paraísos
en
zonas desérticas; pusimos tierra donde no dejaba de brotar
el
agua y proporcionamos luz donde la oscuridad era casi
perpetua.
Nuestro mayor potencial era la mente, aportando cada
uno
de nosotros pequeños y sabios conocimientos, verdaderas
joyas
difíciles de expoliarnos.
Teníamos
dones naturales que habíamos ido desarrollando
y
éramos inmunes a muchas enfermedades que los Temuranos
padecían.
Los Toekom éramos una única y nueva raza humana
verdaderamente
fuerte tanto física como mentalmente.
Conseguimos
huir de todo aquello por lo que los Temuranos
habían
seguido luchando, de ese bienestar superficial que durante
siglos
persiguieron y del deseo desmesurado de poder; precisamente
quisieron mantenerse
alejados de todos los desencadenantes
que
fueron originando aquellas continuas catástrofes.
Lo
único que deseábamos los Toekom era la paz, desarrollar
nuestro
espíritu y simplemente vivir, despertar y disfrutar
de
la luz del sol, oler las mañanas, los atardeceres y el anochecer;
nos
habíamos despojado de todo lo superfluo cuidando los
unos
de los otros y no teníamos miedo a la muerte porque sabíamos
que
era un simple trámite, un paso más para ir avanzando
hacia
un estado de perfección.
Estos
enfoques tan distintos derivaron en dos civilizaciones
dentro
del mismo planeta, pero con un mismo objetivo: la
Los
días se fueron sucediendo y la fecha de su marcha se
avecinaba;
les quedaba solo un día y se les veía muy felices conviviendo
con
nosotros, nada podría sustituirles nuestra entrañable
cercanía.
Habían cambiado sus trajes especiales de aislamiento metálicos
compuestos
de cobre, oro y silíceo y su calzado
grueso
de un material elástico y flexible por las prendas suaves
y
ligeras que les habíamos prestado, y no necesitaban más.
Gara
y Jonay reían constantemente, se sentían libres, respirando
la
paz en el ambiente y la espontaneidad y sencillez
de
nuestras gentes, quienes les contaban su día a día a través de
pequeños
y sorprendentes relatos llenos de sabiduría.
Las
cosas más sencillas, como dar un paseo por los senderos
junto
a los maduros cenotes sagrados
o simplemente
sentarse
frente a una cascada y permanecer frente a ella silenciosamente
escuchando
el sonido de sus aguas, lo percibían
como
un verdadero regalo.
Eran
las ocho de la tarde y quedaban pocas horas para que
Urus,
Gara y Jonay volviesen de nuevo a su ciudad; los días habían
transcurrido
en plena concordia y con la rapidez de un soplo
de
viento. Si no hubiese sido por su clara tez, hubieran podido
pasar
casi desapercibidos, como si fuesen ciudadanos Toekom.
Anduvieron mezclándose
con nuestra gente y pudieron comprobar
por
sí mismos que éramos un grupo autárquico y pacifico.
El
Sol iba solemnemente ocultándose tras las suaves colinas
que
rodeaban el valle, abriéndole paso a la noche;
el dulce cántico
de
los niños llegaba a nuestros oídos como una suave melodía
que
te invitaba a bailar; las flores, algunas perezosas, iban cerrando
sus
pétalos despidiéndose de nosotros ofreciéndonos su último
aliento
perfumado, mientras otras los desplegaban alegremente
brindándonos
su aroma a la vez que saludaban a la Luna.
Era
el momento, un gran silencio lleno de palabras no dichas,
junto
a la cálida brisa de la noche, nos guiaba a encontrarnos
con
el hombre más anciano de la ciudad.
Un
Toekom vestido con una larga túnica blanca y de avanzada
edad,
cuya serenidad en el rostro y profunda mirada parecía
saludando
moviendo lenta y suavemente su mano. Sus movimientos
nos
dirigían a todos al lado del gran árbol milenario.
Como
en un gran ritual, encendió el fuego del adiós con cuatro
troncos
orientados a los cuatro puntos cardinales representando
el
presente y el futuro; los cuatro troncos, antes de extinguirse,
nos
revelarían nuestro destino, pero a pesar de ello,
siempre
existía la elección para seguir un camino u otro.
El
momento de la despedida había llegado. Allí, al lado de
nuestro
gran árbol Tiféret, bajo el azul añil que el cielo nos brindaba,
salpicado
por las orgullosas estrellas con su radiante esplendor,
nos
quedamos durante horas saboreando la noche llena
de
magia y misterio.
Fue
algo, una vez más, sorprendente para ellos y natural
para
nosotros; sentados todo el grupo frente a uno de los domus
circulares
que habitábamos, compartimos la esencia de los
últimos
minutos que nos brindaba la noche, acompañados del
tímido
chisporroteo del rescoldo que habían dejado las últimas
llamas
y que aún se resistían a perder su luz.
(Continuará, ver Fragmento XVI)
María del Carmen Aranda es articulista en la revista:
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Perdonar no es olvidar, es recordar sin dolor. La grandeza de un hombre no se mide por lo que tiene, sino por la valentía que ha ido demostrando en su camino, cada vez que un tropiezo le hizo caer y volvió a levantarse.
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