"Los azotes físicos y las calamidades de la naturaleza humana hicieron necesaria la sociedad. La sociedad se agregó a los desastres de la naturaleza. Los inconvenientes de la sociedad hicieron necesario al Gobierno, y el Gobierno se agregó a los desastres" Chamfort (Nicolás Sebastien Roch)
FRAGMENTO V
"EL ZOMBI LLAMADO PROTOCOLO DE KIOTO"
....poco
a poco iban apareciendo más y más extensiones invadidas por
el plástico, así como tampoco se hablaba de otras vergüenzas,
como las apariciones de las ciudades vertedero.
El
barrio de Agbogbloshie, en Ghana, era uno de ellos, donde
el viejo río Densu que lo atravesaba y que antaño fuera fuente
de riqueza, serpenteaba entre la inmundicia destilando muerte
debido a los vertidos contaminantes que recibía, depósito de
millares de toneladas de basura electrónica procedente de
Europa y Norteamérica.
Ya
no se sabía dónde mirar. Pasábamos de la sequía más absoluta en
el llamado Cuerno de África, donde millones de personas morían de
hambre, a las desbordadas inundaciones en el centro de
China; la presa de Las Tres Gargantas(4)
ahogaba a China y el
río Yangtsé era su mayor protagonista, barriendo todo lo que encontraba
en sus orillas haciéndolo desaparecer bajo sus aguas.
Nueva
York, Sumatra, Anchorage, Londres, Tucson; ciudades altamente
amenazadas ante este clima esquizofrénico de
deshielos y erupciones solares, se resquebrajaban en cientos de kilómetros
cuadrados.
(4)
La mega-presa de “Las Tres Gargantas”, la
mayor presa del mundo cuya construcción
ha implicado la desaparición de casi veinte ciudades.
Los
tsunamis sucedían a los terremotos. La tierra temblaba tanto
que parecía deshacerse, disipándose en el vacío, y allí seguíamos
sintiéndonos absolutamente indefensos.
¿Qué
se podía hacer? De nuevo volvía la impotencia de los más
atrevidos y quienes se sentían incapaces de decir la verdad, manipulados
y dirigidos, se quedaban bloqueados ante las constantes amenazas
de las grandes potencias mundiales; lo único que
pudieron conseguir fueron reuniones interminables sin soluciones inmediatas,
como el zombi llamado Protocolo de Kioto, décadas
conocidas como la pérdida en la lucha del cambio climático cuyo
resultado eran promesas en lugar de compromisos.
Mientras
la naturaleza seguía su libre albedrío, mi vieja y querida
Europa era uno de esos cinco continentes que agonizaba, sin
faltar las erupciones volcánicas.
Era
como si la Tierra quisiera vomitar todo el mal que le estábamos
causando lanzando a través de su gran boca cenizas ardientes
al aire, cubriendo cientos de ciudades y pueblos. No existía
cielo ni tierra, solo polvo, un polvo gris que al penetrar en
tus pulmones te dejaba paralizado, apenas sin respiración.
¿Era
acaso un castigo?
La
naturaleza se había vuelto implacable y despiadada, andábamos tan
perdidos... ¿Qué buscábamos realmente? Por qué no se tomó una unánime y firme decisión
para salvarnos?
Entre tanto desastre, la vida
continuaba a duras penas; nos negábamos a ver la realidad, nos
negábamos a ver la amenaza constante de la naturaleza sobre el ser
humano, simplemente había una resignación egoísta a lo evidente;
como si nada estuviese ocurriendo, se cubría con un tupido
velo el día al caer la noche.
¿Cómo empezó todo?
Un día más, me veía sentada ahí,
mirando hacia ningún sitio.
Una habitación aparentemente acogedora
donde el frío y la soledad se respiraban en cada pequeña y
diminuta grieta, en cada poro de esa aparente lisa pared donde
parecía resbalar todo, donde el frío helaba hasta el corazón
más ardiente.
Una
desgastada silla de madera en la habitación, algo desplazada de
mi mesa de estudio, me mostraba el paso del tiempo; ese
tiempo silencioso que no se ve, no se huele y no se oye, pero
que va dejando su huella día tras día sin piedad para nadie, inconmovible
e imperturbable, devorando cada milímetro de
nuestra piel.
Era
una simple habitación cuyos recuerdos se agolpaban amontonados
y confusos en cada espacio respirable, como jóvenes jenízaros
en la noche.
Acababa
de llegar a casa después de un largo día. Yo era la gran
ejecutiva, la gran doctora, la mujer perfecta, tenía a mi alcance todo
por lo que luché durante ese tiempo en el que pasé hablándole
a la soledad en lugar de vivir y amar.
Sin
saber cómo ni por qué, me senté en esa vieja silla de madera,
mirando sin ver a través de la única ventana que tenía la
habitación, una ventana que separaba mi mundo y el resto del
mundo; solté mi bolso como si fuese mi propio cuerpo desplomándose.
Sentada
con la piernas entreabiertas y los brazos caídos,
miré a través de la ventana sintiendo la calidez de ese otro
mundo acariciándome tímidamente, percibiendo un dulce calor
que me hacía estremecer de un placer del cual no quería desprenderme.
Una
repentina luz causada por los faros de un solitario coche hizo
que mi cara y mi cuerpo se viesen reflejados en aquella ventana
y, allí sentada, me vi pálida como si de una estatua de
mármol se tratase.
Por
mi aspecto frío y tétrico, me vi débil y cansada, una verdadera
estatua a la que simplemente la vida no llegaba, donde mi
cuerpo exteriormente inmóvil vibraba solo internamente, quedándose
bloqueado e inerte en esa silla de madera que tantas
tardes y noches aguantó el peso de mi silencio y soledad.
Mimirada
permanecía perdida en una lejanía cercana y ausente de
una vida pasada, sin esperanza de una vida futura. Allí, sentada
al lado de mi ventana, había llegado la noche y el frío empezaba
a reflejarse en el soberbio cristal de mi habitación.
Ni
un parpadeo, ni un gesto o mueca que pudiese dar un toque
dulce a mi cara occisa, solo oía el silencio recorriendo mi sien
de lado a lado, un silencio que ahondaba toda la habitación adormeciendo
mi mente y transportándome a otros espacios.
De
repente, el sonido de mi respiración me hizo despertar, estertores
de la muerte me hacían volver de un largo viaje donde... (Continuará, ver Fragmento VI)
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