Pasaba el tren al tiempo que soplaba el viento y movía las ramas del árbol.
Pasaba el tren dejando atrás al árbol y las hojas caídas arrancadas de sus tallos.
El tren, con su sonido tosco, diluía en el aire los sollozos y sólo desolación y añoranza podías ver y sentir a su paso.
Muy lento va el tren con el eco del primer llanto que hasta puedes escuchar el sonido de las hojas crecer en el tallo; luego, con el pasar de los años, el paso del tren se va activando y ya, cuando uno es anciano, es muy difícil pararlo o cogerlo a nuestro paso.
Las almas, unidas a las hojas ya amarilleando de aquel árbol, se movían enérgicamente sin querer desprenderse de su tronco, de su rama, de su tallo, de su vida, de todo lo que habían amado; pero el tren pasó acompañado del viento, su gran aliado y sin temblarle la mano, se llevo el aroma perfumado de las hojas arrancándolas de cuajo.
¡Qué crueldad pensé! y me despedí con el pensamiento; con un llanto ahogado suprimí mis lágrimas, y con un pedregoso suspiro mordí mis labios.
Las almas al igual que las hojas de aquel viejo árbol, volaron siguiendo a ese tren que nunca más volveríamos a ver, ni a sentir su abrupto paso.
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