UNA HISTORIA REAL (del libro SUSURROS AL AIRE)
Era una mañana de otoño y las hojas de color ocre y verde
pálido de aquel bello árbol caían dejando en el punto de
abscisión sus pequeñas heridas. La niebla y el frío debe-
rían haberme dado los buenos días, sin embargo fue la luz
de un radiante Sol la que me acompañó aquella mañana.
Sobre una ajada y usada tela, casi tumbado a falta de
sus piernas y el peso de su espalda, estaba Erdo. Tenía
unos cincuenta años y una cara desdibujada entre dulce
y a la vez amarga que se enmarcaba como un retrato barroco
en la esquina de aquella concurrida plaza.
Según pasé por su lado, Erdo me miró, pero yo no
pude soportar su mirada. ¡Cuánta historia en esos bellos
ojos se encerraba!
Erdo, de origen africano, me contó sin mediar palabra la añoranza
que sentía por su familia, por su casa, por
su tierra de tantos años de ausencia, en su memoria casi
perdida, una vida casi olvidada. ¡Cuánto hubiese dado
Erdo por volver atrás, pero ya era demasiado tarde, lo cambió
todo por ese otro mundo lleno de ilusiones y utopías
compradas!
Su frente sudada, calentada por el ardiente Sol, permanecía
erguida, soportando la continua humillación de
permanecer en esa sobria plaza, en un maloliente rincón
casi escondido. Erdo, un día tuvo un hogar, tuvo una vida,
y ahora solo de las migajas de algún transeúnte humanitario vivía.
Le dejé unas cuantas monedas en un saquito que de
su mano, ya casi anciana y temblorosa, pendía.
—Gracias —me dijo—. Sólo me quedan los ojos para
llorar, porque hasta los recuerdos he olvidado de lo que
una vez fue mi vida.
Me despedí de Erdo con la mirada, un nudo en mi
garganta me impidió decirle adiós. Al igual que los ríos de
la vida, Erdo fue conducido por el mar, sin bote, sin remos,
sin salvavidas, solo con sus manos, intentando día tras día
llegar a una cercana orilla.
Hay muchos Erdos a nuestro alrededor con ilusiones
desvanecidas. Sus ojos se me clavaron en el corazón y sin
embargo no pude hacer nada por él, solo entregarle mi
compasión y algunas monedas en mi bolso perdidas.
MARÍA DEL CARMEN ARANDA
Embajadora Universal de la Paz en España
del Círculo de Embajadores con sede en Ginebra-Suiza; París-Francia
Una semanas después volví al mismo lugar donde conocí a Erdo y esta vez si pude hablarle, con afecto y respeto le pregunte como había perdido sus piernas. - Buscando mi libertad -me dijo.