Cuando los pájaros se esconden para morir, las estrellas se mezclan ocultándose tras sus propios destellos.
La luz se ha ido y sólo queda el silencio.
Como una sombra amada y desconcertante aparece siempre, siempre él en mis sueños.
El día va cayendo lentamente.
¿Qué puedo hacer? Me preguntaba en una paranoia envuelta por infaustos miedos.
¡No puedo pararlo!, el día se va y la noche propensa a derramar mis lágrimas, llega de nuevo.
Es entonces, cuando la ciudad atorada de grandes desvelos queda postrada ante el inmenso laberinto de idas y venidas. Mientras otros, ajenos a los vestidos y disfrazados secretos, permanecen dormidos al vaivén de los inmundos consuelos.
No murieron todos los pájaros; algunos elevaron sus vuelos hacia un aire más limpio, alejándose de los granizos y los fuegos.
Se alejaron en busca de árboles y solitarios tendidos eléctricos. Allí, pacientemente esperaron a que la noche sucumbiera, amparados por el tupido cielo.
Y la noche paso, llegando de nuevo la deseada luz a paso ligero y junto con el día, sus alegres gorjeos.
Confieso que esta mañana, al ver a esas aves que sobrevivieron, ya no tengo miedo; y cuando llegue la noche, las estrellas no se ocultarán ante mis ojos tras sus propios destellos, me atreveré a mirarlas y veré su luz, y vendrá la noche y con ella, mi sosegado sueño.